6.
La carretera era un cadáver.
El tráfico agonizaba aquella noche.
Lo recuerdo bien. Nada de largas caravanas. En la retina del asfalto, y en la
mía, recuerdos de entresemana y fiestas de guardar. Tierras de cultivo y
carrizales y modernos molinos de viento. Solo pilotos rojos parpadeando en la
penumbra. Quijote no vería gigantes. Colosos, tal vez, pero no gigantes. Además
de aquello, no se percibía nada más; la noche, fuera de los haces de luces del
coche, se lo tragaba todo menos la carretera y sus lindes.
Tenía trabajo. Sórdido y solitario,
pero un trabajo al fin y al cabo. ¿La ironía? Que lo obtuve gracias Gordon y
Ferris. Dicen que el destino es caprichoso. A mí me recuerda más a una hiena.
Una hiena que ríe sin gracia antes de devorar tus despojos.
Detective, investigador privado, lo
mismo da. Yo me consideraba un chucho, un sabueso que seguía la pista de
fulanos a encontrar. Y parecía que daba la talla. No lo sé. A mí, la verdad es
que ni me gustaba ni me dejaba de gustar. Lo hacía y punto; y lo hacía bien.
Aquella noche, durante uno de mis
primeros trabajos, buscaba las luces de aquel burdel como una polilla suicida. Fumaba
y bebía de mi petaca cortos tragos de un whisky barato y pensaba en
Lucía.
Gordon me había pedido que localizase
a una chica. Joven. Muy joven. Diecisiete años. Por lo visto, se había fugado
de casa tras una bronca con su padre. Un capitán de la Guardia Civil. Un necio.
Un estirado, estúpido y arrogante. Un tipo que había olvidado cuidar de su
familia mientras salvaguardaba los intereses de chorizos y corruptos a cambio
de medallas de latón.
La chavala se llamaba Esperanza.
Cuando la encontré llevaba muerta
cerca de una semana. Seguí su pista a través de unos amigos hasta la ciudad de
Albacete. Desde allí, camino de Murcia, encontré el club. La Última Copa.
Apropiado el nombre, al menos para Esperanza. Se había liado con un chulo, un
«conseguidor» de carne para prostíbulos, un proxeneta. El malnacido la metió en
la heroína. Las enganchadas son más fáciles de manejar. Cuando pregunté por
ella en el club, nadie recordaba su nombre y la foto, al parecer, tampoco les
decía gran cosa.
Mentían.
Salí fuera a fumar. La noche casi
había pasado y el club iba a cerrar sus puertas. Entonces lo vi. Un perro
abandonado. Un saco de pulgas, sucio y mugriento y sarnoso. Cerca. Solo, a una
veintena de metros. Escarbaba desesperado. A buen ritmo. Más de la mitad del
cuerpo se perdía de vista bajo la tierra removida.
Entonces lo supe.
Acababa de salir de prisión. No quise
jaleos. Llamé desde una cabina y les dije el paradero del cuerpo de Esperanza.
Colgué y me largué de allí. Gordon y Ferris me pagaron lo mío.
No sé qué sería del capitán. Imagino
que purgaría sus culpas. De una manera o de otra.
Lo sentí por la chavala.
Lo sentí también por el perro.
De hecho, siempre he creído, al menos
desde aquella noche, que ese perro era yo.