lunes, 19 de octubre de 2015

Concatenado, el fluido de lo vital (Redención)

CONCATENADO, EL FLUIDO DE LO VITAL
Por MartoPariente


El objetivo…

            Hay un pájaro muerto en medio de la azotea. Lo observa mientra fuma.
De niño, cerca de los alcorques del patio de atrás donde nunca crecía nada, salvo las malas hierbas, aprendió a disparar. Las aves, en busca de agua y de calor y de tierras más prósperas, caían victimas de los plomillos sobre los terrones secos. Esos días, días en los que habría algo que llevarse a la boca, tal vez se librase del aliento ebrio de su padre y de los gritos y de aquella hebilla del cinturón con forma de herradura.
Se sacude los pensamientos y el polvo del terrazo y se incorpora.
Pega una última calada. Aplasta el cigarrillo y se agacha y lo recoge. Sus manos están enfundadas en guantes de cuero marrón y no las siente torpes ni insensibles. Son una segunda piel. Como la muda de una serpiente que debe cambiar cada cierto tiempo. Introduce los restos del pitillo en una bolsa de plástico y la guarda en su bolsillo.
            Se inclina sobre el visor. La imagen es nítida.
            El objetivo, un hombre en mangas de camisa, se asoma al balcón.
            Posa el dedo en el gatillo. Es una caricia.
            Es una promesa por cumplir.
            La vida y la muerte están a una pequeña presión de su dedo índice.
            Contiene la respiración, el pulso se ralentiza y la resistencia del muelle del gatillo cede unos milímetros.
            Así debe ser.

Las palomas…

            El niño lleva un chusco de pan duro en la mochila.
            La noche anterior su padre se lo dio. No siempre es así, a veces, su madre, porqué las madres saben, lo desmigaja y se lo echa en la sopa. Otras veces ni siquiera eso, pues no hay pan. El trabajo en la fábrica es duro. Quiere que coma.
           
¿Es para las palomas?, preguntó su padre.
            Sí, dijo el niño.
            ¿Se fían?
            No, todavía no.
            Insiste. Lo harán.
           
El niño asiente mientras cambia el peso de un pie a otro. Su padre le alarga el chusco y le dice que vaya a esconderlo. Sale corriendo mientras el hombre se termina los huevos, que parte en trozos sobre el plato desnudo, con un tenedor.
De cualquier manera, el niño lo considera un regalo, un tesoro que vale la pena ocultar. Sabe que si insiste, al final se ganará su confianza.
Ya las distingue sobre el empedrado, emplumadas de gris, otras de blanco; afanadas en su quehacer diario. Se acerca y se sienta con las piernas cruzadas acomodando su mochila entre ellas. Saca el chusco y lo rasca con las yemas de los dedos y tira las primeras migas. La distancia de seguridad ha descendido por debajo de los dos metros. Autocontrol. El niño no conoce la palabra, aun así lo aplica.
Los días que hay pan, claro.
El bólido…

Es lo que tiene la coca, el perico, la farlopa. Es una maldita montaña rusa.
Si llama, porqué llama.
Si no llama, porqué no llama.
Ha llamado y ahora se arrepiente. El centro de discusión son los gastos desorbitados y las noches fuera de casa.
Desvía la atención de la carretera y suelta el volante y el móvil. Se agacha a encender un pitillo y el descapotable pierde su trayectoria. Se incorpora y esquiva una destartalada furgoneta de reparto.
Hijo puta, masculla.
Agarra de nuevo el teléfono.
Sí, dice con mesura, sigo aquí. No, ya te dije que lo sentía. A ver, cuantas veces tengo que repetirte que…
No termina la frase, el auricular del móvil escupe un torrente de gritos. Pulsa el botón rojo y corta la llamada y lanza el teléfono fuera del coche.
Zorra de mierda, piensa.
Mueve el espejo retrovisor y se mira en él. Ojeras, sin afeitar, pupilas dilatadas. Hubo un antes, piensa. El ahora es una broma de mal gusto, un viejo chiste que ya nadie ríe. Sin embargo, con todos los dientes al desnudo y la boca seca y medio gramo de nieve de primera aún en el bolsillo, él se carcajea sin saber muy bien  porqué.
                                                                                                      
El niño…

            Lanza las migas de pan duro a menos de un metro. Se pregunta si hoy será el día. Unos centímetros y estarán al alcance de su mano. Sólo quiere tocarlas.
Nada más.
El niño se incorpora y se acuclilla y alarga su palma extendida.
Un poco, sólo un poco.
Se inclina hacía delante y trastabilla y las palomas echan a volar.

Tocata y fuga…

El dedo ejerce cada vez más presión.
Veredicto: muerte.
El muelle del gatillo libera toda su presión y el martillo, libre de su anclaje, golpea la aguja percutora. Ésta, debido al impacto se adelanta unos milímetros y se incrusta en el fulminante de la camisa metálica. Los gases, producidos por la detonación, empujan el proyectil que sale disparado, dejando una imperceptible estela de plomo, acero y pólvora.
El hombre en mangas de camisa, ajeno a todo esto, parece hablar con alguien en la habitación.
Tres plumas.
La paloma es abatida en pleno vuelo y desvía el proyectil.
El jarrón de la terraza estalla por el impacto,
No es fútbol americano pero lo parece. El hombre en mangas de camisa se agacha de manera instintiva y cuando se quiere dar cuenta, dos gorilas trajeados los placan sin miramientos y le hacen besar el suelo.
El tirador aprieta el gatillo tres veces más.
Nada.
Pliega el fusil y lo guarda en una bolsa de lona y se lanza escaleras abajo. Por las escaleras saca una pistola y comprueba el cargador y la recámara.
Putas palomas, piensa.

El impacto…

            Ha estado cerca, muy cerca.
            Casi consigue acariciar las palomas.
            Un ruido sordo le saca de sus pensamientos. Gira la cabeza y ve el cuerpo del ave estrellado sobre el asfalto. Se acerca y recoge el pequeño cadáver. Su cuerpo todavía está caliente. No sabe que ha ocurrido. No puede saberlo. Mira al cielo en busca de respuestas.
No las hay, claro.
Un chirrido de neumáticos le hace bajar la vista.
Un coche se acerca hacia él, a toda velocidad. Cierra los ojos y se gira tratando de evitar aquello que parece inevitable.

Protocolo de actuación…

Son cuatro los gorilas trajeados que protegen al hombre en mangas de camisa. No saben que el hombre al que intentan salvar la vida es un pedófilo. Un sádico. Un asesino de niños. Y si lo saben, no les importa.
Hacen su trabajo.
Coordinan la salida de la zona caliente. En unos segundos, un vehículo aparecerá y pondrán distancia entre el peligro y la persona a proteger.
Aguardan el momento.
Nadie habla tras la puerta de acceso al edificio.
Esperan la señal por radio.
De momento, estática en los auriculares.
Suena otro disparo amortiguado por el cristal y el hormigón. El hombre en mangas de camisa vuelve a ser derribado por dos de los guardaespaldas y acaba por segunda vez en el día con sus huesos en el suelo.
Los otros, no esperan al vehículo. Sacan sus armas y salen del edificio.
Izquierda y derecha.
A las tres y a las nueve.
Tal y como les han enseñado.

Lo que el ojo no ve…

Pisa el pedal del acelerador y el descapotable, lejos de encabritarse, sube de velocidad pegándose más al asfalto de manera suave, muy suave.
Saca la papelina del bolsillo y sin dejar de reír, suelta el volante, la desenvuelve y se agacha para poder esnifarla.
Levanta la cabeza y ve a un niño salido de la nada, en mitad del asfalto y con una paloma en brazos.
El niño se gira.
Volantazo.
Por qué poco, piensa, antes de precipitarse contra el portal de aquel viejo edificio.
El tirador sale de portal a tiempo de ser atropellado por un deportivo rojo.
Le joden los deportivos rojos.
El arma en sus manos se dispara y la bolsa de lona aterriza dentro del vehículo. Con las piernas rotas y un disparo en el costado y Dios sabe que más, yace despatarrado sobre el empedrado.
El niño echa a correr calle abajo y se pierde en la sombra de los soportales.
Tiene una historia que contar.
El conductor baja del descapotable a duras penas. Le tiemblan las piernas. Rodea el montón de chatarra y mira el cuerpo del tío que acaba de atropellar. A su lado hay una pistola. 
No sabe porqué lo hace, pero lo hace.
Quizás porque es un gilipollas.
Quizás por la coca.
El caso es que lo hace.
Se agacha y coge el arma y cuando quiere darse cuenta, una docena de disparos impactan en su cuerpo.
Ejecuta una danza extraña antes de reventar contra el asfalto.
Otro vehículo, esta vez un sedan oscuro con los cristales tintados, se detiene junto al portal. Meten al hombre en mangas de camisa de un empujón y desaparecen en cuestión de segundos.
Los dos gorilas, sin guardar sus armas, se acercan y comprueban el desaguisado.
El hombre abatido esta muerto.
Enfundan las pistolas. Uno de ellos enciende un pitillo.

Este otro vive, dice el del cigarrillo.
Pobre desgraciado.
Mala suerte.
Sí, mala suerte. Avisaré a una ambulancia.

El tirador yace en el suelo.

Antes de perder la conciencia mira el cielo. Una paloma atraviesa el espacio trazando una parábola que le obliga a torcer el cuello en un doloroso esfuerzo.

martes, 15 de septiembre de 2015

Extracto del Sexto Capítulo de Una bala para Riley (balas)


6.

La carretera era un cadáver.
El tráfico agonizaba aquella noche. Lo recuerdo bien. Nada de largas caravanas. En la retina del asfalto, y en la mía, recuerdos de entresemana y fiestas de guardar. Tierras de cultivo y carrizales y modernos molinos de viento. Solo pilotos rojos parpadeando en la penumbra. Quijote no vería gigantes. Colosos, tal vez, pero no gigantes. Además de aquello, no se percibía nada más; la noche, fuera de los haces de luces del coche, se lo tragaba todo menos la carretera y sus lindes.
Tenía trabajo. Sórdido y solitario, pero un trabajo al fin y al cabo. ¿La ironía? Que lo obtuve gracias Gordon y Ferris. Dicen que el destino es caprichoso. A mí me recuerda más a una hiena. Una hiena que ríe sin gracia antes de devorar tus despojos.
Detective, investigador privado, lo mismo da. Yo me consideraba un chucho, un sabueso que seguía la pista de fulanos a encontrar. Y parecía que daba la talla. No lo sé. A mí, la verdad es que ni me gustaba ni me dejaba de gustar. Lo hacía y punto; y lo hacía bien.
Aquella noche, durante uno de mis primeros trabajos, buscaba las luces de aquel burdel como una polilla suicida. Fumaba y bebía de mi petaca cortos tragos de un whisky barato y pensaba en Lucía.
Gordon me había pedido que localizase a una chica. Joven. Muy joven. Diecisiete años. Por lo visto, se había fugado de casa tras una bronca con su padre. Un capitán de la Guardia Civil. Un necio. Un estirado, estúpido y arrogante. Un tipo que había olvidado cuidar de su familia mientras salvaguardaba los intereses de chorizos y corruptos a cambio de medallas de latón.
La chavala se llamaba Esperanza.
Cuando la encontré llevaba muerta cerca de una semana. Seguí su pista a través de unos amigos hasta la ciudad de Albacete. Desde allí, camino de Murcia, encontré el club. La Última Copa. Apropiado el nombre, al menos para Esperanza. Se había liado con un chulo, un «conseguidor» de carne para prostíbulos, un proxeneta. El malnacido la metió en la heroína. Las enganchadas son más fáciles de manejar. Cuando pregunté por ella en el club, nadie recordaba su nombre y la foto, al parecer, tampoco les decía gran cosa.
Mentían.
Salí fuera a fumar. La noche casi había pasado y el club iba a cerrar sus puertas. Entonces lo vi. Un perro abandonado. Un saco de pulgas, sucio y mugriento y sarnoso. Cerca. Solo, a una veintena de metros. Escarbaba desesperado. A buen ritmo. Más de la mitad del cuerpo se perdía de vista bajo la tierra removida.
Entonces lo supe.
Acababa de salir de prisión. No quise jaleos. Llamé desde una cabina y les dije el paradero del cuerpo de Esperanza. Colgué y me largué de allí. Gordon y Ferris me pagaron lo mío.
No sé qué sería del capitán. Imagino que purgaría sus culpas. De una manera o de otra.
Lo sentí por la chavala.
Lo sentí también por el perro.

De hecho, siempre he creído, al menos desde aquella noche, que ese perro era yo.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Don Winslow ganador del premio RBA 2015 (Macadán)


Con la novela titulada "El cártel" y bajo el pseudónimo de Frankie Machine, el autor Don Winslow se alza con el IX premio de novela negra RBA.
Nacido en Nueva York en el año 1957, es autor de 17 novelas, entre ellas: El poder del perro, Salvajes o el invierno de Frankie Machine.
Desde este blog, felicitamos al autor, tanto por su recién estrenado galardón, así como por su carrera como escritor de novelas de género negro.




lunes, 17 de agosto de 2015

Cartagena busca su sitio en el panorama de la novela negra (Macadán)



Esa es la intención que se pretende con la organización de las jornadas que, tendrá lugar los próximo días 11 y 12 de septiembre en la ciudad portuaria


Cartagena acogerá unas Jornadas de Novela Negra los próximos días 11 y 12 de septiembre. Esta mañana se han presentado en rueda de prensa en el Palacio Consistorial, a la que han asistido el alcalde, José López, el concejal delegado de Cultura, David Martínez, el Comisario Jefe de la Policía de Cartagena,Ignacio del Olmo Fernández, escritor y coordinador de las jornadas, Antonio Parra y el presidente del ELAC (Encuentro Literario de Autores de Cartagena),Francisco Marín.

El principal objetivo de estas jornadas de novela negra es ubicar a la ciudad a nivel nacional e internacional en la literatura negra.



El evento se realizará en dos días, 11 y 12 de septiembre en el que se organizarán distintas actividades como mesas redondas o talleres y, con autores de un gran renombre en el panorama de la novela negra.



Tanto las mesas redondas como el Taller Exprés de Novela Negra se celebrarán en las instalaciones de ISEN Centro Universitario. El resto de actividades se repartirán entre la cafetería Mr Witt (calle San Roque, Cartagena) y el Hotel Los Habaneros.



Antonio Parra ha transmitido que hemos cumplido un sueño: Situar a Cartagena en la línea del Festival de Novela Negra.



Además, ha manifestado que, posiblemente la ciudad portuaria sea la única ciudad de la Región de Murcia que organice este tipo de jornadas.



Tras la rueda de prensa, Francisco Marín (presidente de ELAC) ha hecho entrega al alcalde, comisario y concejal de Cultura la camiseta de las Jornadas de Novela Negra, a modo de agradecimiento.



JORNADAS DE NOVELA NEGRA



Viernes 11 de septiembre




11.00 horas: PRENSA NEGRA. Inauguración y presentación a los medios de comunicación.




11.30 horas: Café Negro.



12.00 horas Mesa Redonda: 11 S. Realidad VS Ficción:



-Javier de Pedro, policía y escritor.



-Jerónimo Tristante, escritor y creador de Víctor Ros.



-Federico García, escritor y antiguo miembro del Grupo de Atracos de Madrid.



Estas jornadas las coordinará el Comisario Jefe, Ignacio del Olmo.



19.00 horas Mesa Redonda: Matar junto al Mediterráneo:



-Antonio Manzanera



-Alfonso Gutiérrez Caro



-Ana Ballabriga



-David Zaplana



21.00 horas De Cañas Negras: Una oportunidad de compartir con los autores de la mesa redonda en privado, una cerveza en Mr Witt Café.



Sábado 12 de septiembre



11.00-14.00 horas Taller Exprés de Novela Negra, con Santiago Álvarez (escritor y director de contenido de Valencia Negra).



11.30 horas: Café Negro.



12.00 horas Mesa Redonda: Lo policíaco, lo policial y lo judicial: Un juego de muñecas rusas



-Silvia Pérez Pavía, Inspectora Jefe especialista en Policía Científica.



-Emilio Pérez Pujol, forense.



-Juan Martínez, comisario y escritor.



19.00 horas: Mesa Redonda: ASESINOS PATRIOS



-Carlos Bassas del Rey



-Víctor Del Árbol.



-Félix G. Modroño.



-José Luis Correa.



21.00 horas: De Cañas Negras


lunes, 10 de agosto de 2015

Mystic River de Dennis Lehane.

MYSTIC RIVER de Dennis Lehane



De pequeños Sean Devine, Jimmy Marcus y Dave Boyle fueron amigos de correrías hasta que un día ocurrió algo terrible: Dave Boyle fue secuestrado cuando jugaban en la calle. Veinticinco años después, los caminos de los tres amigos vuelven a cruzarse a raíz de un terrible suceso relacionado con Kate Marcus, la hija de Jimmy. Todos ellos entrarán en una espiral de misterio y peligro donde se descubrirán a sí mismos.



Aquí tenéis el trailer de la fenomenal película que dirigió Clint Eastwood.

Marto.

domingo, 2 de agosto de 2015

Extracto del Segundo Capítulo de Una bala para Riley (balas)


Luego estaban los monstruos.

Conocí a un fulano. Paseaba solo por el patio. Nadie se acercaba a él. Una vez me pidió un cigarrillo y yo se lo di. Le pregunté que por qué estaba allí. «Maté a mi hijo», contestó tranquilo mientras daba lumbre a la punta del pitillo. Recuerdo que la luz del mechero iluminó sus ojos unos instantes. Estaban vacíos. Las pupilas, dilatadas como en un silencioso grito de sorpresa, habían devorado toda la esclerótica. Ojos negros. Ojos que sabían cosas. Cosas que era mejor no conocer. Recuerdo que pegó una calada ansiosa y también recuerdo lo que dijo después a propósito de su hijo: tenía un par de meses y no dejaba de llorar. «Pensé que a lo mejor tenía frío», dijo. «No sabía qué hacer y le metí en el microondas».


No volví a hablar con aquel hombre y no volví a preguntarle a nadie más el motivo de su estancia en la cárcel. Quiero pensar que aquel fulano estaba loco. No lo sé, la verdad. Las demás respuestas a ese tipo de actos me aterran aún más.

Marto Pariente.

miércoles, 29 de julio de 2015

Jordi Juan, ganador del XIX Premio de novela negra de Getafe 2015 (Macadán)

    
Jordi Juan, ganador del XIX Premio de novela negra de Getafe 2015-07-21

El escritor y guionista Jordi Juan Martínez ha resultado ganador del XIX Premio de Novela Negra Ciudad de Getafe, certamen literario internacional dotado con 10.000 euros, convocado por el Ayuntamiento de Getafe, Ámbito Cultural de El Corte Inglés y Editorial Edaf.
El jurado estuvo presidido por el escritor Lorenzo Silva y compuesto por Ramón Pernas, Director de Ámbito Cultural de El Corte Inglés; Berna González Harbour, escritora y editora de Babelia, El País; el escritor Marcelo Luján y Esperanza Moreno, editora de Grupo EDAF. Ángeles González, de la Delegación de Cultura de Getafe, actuó como secretaria de jurado.
Sobre el autor y su obra, las opiniones de los miembros del jurado han sido unánimes para considerar dicho trabajo merecedor del galardón:
Lorenzo Silva: «Una novela en la que destaca la complejidad y a la vez la claridad de la construcción de la historia y el manejo, con pericia e incluso maestría, de varias voces narrativas».
Berna González: «La novela combina una ingeniosa construcción desde distintos tiempos, versiones y puntos de vista que engancha y sorprende sin linealidad. Y se aposenta sobre un pilar central: el personaje de Ava, magnético, profundo y atractivo, en torno al cual giran todos los demás».
Marcelo Luján: «Una novela “pegajosa”: se te pegan los folios en las manos, los párrafos a los ojos, los personajes en el recuerdo. Una novela, en definitiva, de altas virtudes».

La novela

El hallazgo del cuerpo de Ava, una escort de lujo asesinada a martillazos, desencadena una investigación policial donde Bosco, un prestigioso arquitecto, es el principal sospechoso. Sin embargo, el diario de Ava y la ausencia de pruebas abren nuevas vías de investigación que implican a poderosos clientes de la prostituta y que levantan un gran revuelo mediático. La intervención de Raquel, una joven investigadora y amiga íntima de la juez instructora del caso, resultará fundamental para descubrir al verdadero e inesperado asesino.

El autor
Jordi Juan Martínez (Valencia, 1966) estudió Comunicación y Derecho. Publicó la novela juvenil De este lado del silencio (Premio Jaén 1994), así como los libros de relatos El francotirador sentimental (Premio Caja España 1995), Un maestro del soborno (Premio Alfonso Grosso 2003) y Mundo bizarro (Premio Alhóndiga 2005). Periodista cultural y dinamizador en talleres de escritura, Jordi ha participado como guionista en numerosas series de ficción televisiva, y en películas como Salvajes (Goya 2002 al mejor guión adaptado).
En la actualidad está inmerso en nuevos proyectos televisivos y cinematográficos como guionista. Su novela Ángulo muerto estará disponible en librerías a partir del próximo mes de octubre.
Escritores especializados en el género negro de la talla de Alexis Ravelo, Marcelo Luján y David C.Hall, entre otros, han sido galardonados con este premio en ediciones anteriores; un certamen internacional que alcanza en esta convocatoria su decimonovena edición.

(Fuente: GetafeNegro.Com)

sábado, 25 de julio de 2015

Salvajes de Don Winslow (balas)

SALVAJES.
De Don Winslow




Sinopsis: Ben y Chon son dos tíos que saben disfrutar de la vida: les encanta el sexo, el voleibol, la cerveza y las chicas. Ophelia, más conocida como O., tiene fama de alcanzar orgasmos muy escandalosos (por eso sus amigas a veces la llaman Multi O.) y está loca por Ben y Chon. En fin, que se acuesta con ambos. Pero lo que de verdad hace diferentes a Ben y Chon de los demás es que producen la mejor maría del mundo. ¿Algún problema? Ninguno. Bueno, sí, uno: el cartel de Baja. La esencia del narcotráfico mexicano. Que, además, está compuesto por unos tipos con muy malas pulgas: o les das lo que desean o te cortan la cabeza. Son auténticos salvajes. Y ahora, vaya por Dios, tienen secuestrada a O. porque quieren la hierba de Ben y Chon. ¿Qué hacer? Solo hay tres salidas: 
1. Hacerles el juego. 
2. Encontrar y rescatar a O. 
3. Pagar veinte millones de dólares.

SALVAJES DE OLIVER STONE

Marto.

sábado, 18 de julio de 2015

Extracto del Primer Capítulo de la novela, Una bala para Riley (Balas)

Cuando Riley encontró a Verano Ugarte, este yacía desplomado sobre la mesa del fondo de un garito infecto de las afueras de Madrid. Emitía leves ronquidos etílicos de placer y abrazaba, con inconsciente fuerza, la penúltima botella de whisky.
De haber estado la música un poco más baja, podría haberse escuchado el crujir de las maderas del suelo, bajo el peso de sus botas, cuando Riley se aproximó a la barra. Se acodó de espaldas entre una pareja de tortolitos y tres camioneros búlgaros. La parejita feliz se profesaba arrumacos y promesas de amor aún por romper. Los búlgaros, más prácticos, chapurreaban en español sobre el precio del gasóleo, sobre fútbol y sobre las dudosas preferencias sexuales de una mujer llamada Lulú.
Riley observó al hombre llamado Verano. Rondaba los cincuenta. Un cigarrillo sin prender pendía de sus labios, y subía y bajaba acompasando el ritmo de su respiración. Su imberbe rostro, carente de arrugas, iluminado por la deficiente luz que a duras penas se filtraba por los sucios cristales del local, parecía el de un hombre decidido a no envejecer jamás. Se giró y se sentó a horcajadas en un taburete cercano. Pidió una cerveza. El camarero, un tipo de cuarenta y tantos y cola de caballo, gruñó algo entre dientes, dejó de frotar un vaso y se la sirvió. Riley bebió con calma y pensó en el último mes y medio. Tal era el tiempo que había invertido en pos de aquel fulano. Había transformando su vida durante aquellos días en un ebrio carrusel de carreteras secundarias, burdeles y moteles de mala muerte, a lo largo de la costa levantina, desde el cabo de Gata hasta Reus y, desde allí, más de lo mismo, hasta donde la provincia de Guadalajara perdía su largo nombre.
Cuando hubo terminado la cerveza, Riley llamó al camarero y pidió otra. Este se acercó con desgana y se la sirvió. Con la fría jarra en las manos se arrimó a Ugarte. Buscó una silla y se sentó junto a él. Seguía durmiendo el sueño de los beodos. No le importó. Riley también practicaba a menudo ese deporte. Además, eso estaba haciendo precisamente el día en que Graciela, la mujer de Verano, le llamó por teléfono:
Lavapiés. Un barrio de Madrid. Finales de un seco y caluroso verano. Riley estaba sentado tras la mesa de su oficina. Un cuchitril de paredes empapeladas y dudosa ventilación. El teléfono sonó. Una, dos, tres, cuatro veces. Cuándo descolgó, la voz parecía salir de las profundidades de una oscura caverna. Y en realidad, así era.
—Diga.
—Buenas tardes. ¿Señor Riley?
—Sí, señora.
—Me llamo Graciela de Castro. Le estoy llamando de parte de Gordon y Ferris. Del bufete. Me dieron su número.
—¿Por qué?
Ella hizo una pausa. Estaba acostumbrada a mandar. Estaba acostumbrada al enjuague meloso de los cobardes. Era directiva de una importante multinacional de productos de belleza. Poseía un buen montón de acciones de la misma. Nadie en su día a día le hablaba de esa manera. Contó hasta diez.
—Quiero que encuentre al cerdo de mi marido. Hablé con los abogados que llevan mi caso de separación.
—Gordon y Ferris.
—Sí, Gordon y Ferris. Dijeron que usted es el hombre apropiado. Le pagaré bien, señor Riley. Puede pedir referencias mías a los picapleitos, si no me cree.
—La creo.
—No esperaba menos de usted. Y respecto a sus aptitudes para este trabajo…
—¿Con quién habló? —la interrumpió Riley.
—¿Cómo que con quién hablé?
—Sí. ¿Con quién? ¿Gordon o Ferris?
—¿Acaso importa?
—No demasiado.
—Entonces, ¿por qué lo pregunta? —Se extrañó Graciela.
—Hago preguntas. En eso consiste mi trabajo. Pura curiosidad. Déjelo. En realidad no importa.
—¿Sabe? Es usted un hombre extraño.
—¿Conoce usted a muchos hombres?
De nuevo, silencio. Riley aprovechó para encenderse un cigarrillo. Apoyó los pies sobre la mesa y aguardó.
—Touchée —dijo ella al fin, tras una larga pausa—. En lo que a usted concierne, señor Riley, conozco lo suficiente a mi marido. Es una sanguijuela. Una sanguijuela aspirante a poeta. Bebedor empedernido. No da más que problemas.
—¿Qué clase de problemas?
—Borracheras. Escándalo público. Multas de tráfico…
—Entiendo —dijo Riley expulsando una larga bocanada de humo.
—Me casé con un idiota.
—Todos cometemos errores, señora De Castro.
—Mi error, señor Riley, es no haber hecho esto antes —se sinceró—. Por suerte, no hemos tenido hijos. —Ahora parecía divagar. Hablaba casi para ella misma—. Al principio, tenía cierta gracia ser yo la que llevaba el dinero a casa, mientras él cocinaba y escribía poemas que, quizás, algún día le harían famoso.
—Pero, por lo visto, ese día no llegó.
—No. No llegó. Y el bueno de mi marido ha buscado desde entonces la inspiración en el fondo de cualquier botella que cayese en sus manos. En fin —dijo tras un largo suspiro más de rabia que de resignación—… Quiero que lo encuentre y lo traiga de vuelta; quiero divorciarme; quiero que firme los papeles; y quiero recuperar a Palique.
—¿Palique?
—Mi papagayo.
—Claro. Su papagayo. Me parece bien.
—Fue un regalo de bodas. No quiero perderlo. Me recuerda lo que he tenido que sufrir —dijo Graciela.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué?
—¿Por qué le recuerda lo que ha tenido que sufrir?
—Mi marido, señor Riley, no es bueno ni en la cama.
—Nadie es perfecto.
—Ya. Bien. Palique, el muy canalla, aprende todo lo que oye. No quiero contarle nada más. Cuando encuentre usted a mi marido, pregúntele.
—Lo haré. Respecto al trabajo, no acepto cheques. Cincuenta euros al día, más gastos. Los diez primeros días por adelantado. Si el trabajo dura menos de diez días no le devolveré el adelanto.
—Conforme, señor Riley. Me parece justo. Máxime, teniendo en cuenta que me gasto más en peluquería.

La música del garito cesó cuando tres hombres entraron. Cuarentones, colas de caballo y un par de guitarras eléctricas. Le dijeron a la parejita feliz que se diesen el piro y a los búlgaros que se largasen con viento fresco.
Riley, de espaldas, parecía sestear sobre la silla. Se acercaron a la mesa. Sin música de fondo se pudo escuchar el crujir del entarimado y el chocar de las tachuelas. El más alto de todos habló.
—Lárgate, amigo.
Riley continuó de espaldas. Bebió un trago de su cerveza y encendió otro cigarrillo. Miró el reloj. Eran las ocho de la tarde. Corrieron los segundos. Riley, distraído, pasó las yemas de los dedos por la superficie de la mesa. Alguien había grabado un corazón. Pensó que la marca en la madera duraría lo que durase la mesa. Meditó el asunto.
—Parece que no oye bien —dijo otro.
—Te digo que te largues —repitió el alto.
Riley giró la cabeza y los observó por encima del hombro. El camarero se acercaba. Vio las guitarras. Se volvió y cogió de nuevo la jarra de cerveza. Y bebió.
—Mírame cuando te hablo.
Riley apuró lo que le quedaba de cerveza. Se levantó, y los encaró con una sonrisa. Aplastó los restos del pitillo con la bota. Dejó un billete de cinco sobre la mesa. Cargó el cuerpo enjuto de Ugarte al hombro, pasó en silencio entre los hombres y sus guitarras, y se largó de allí.
—Cobarde.
—Maricón —le dijeron las voces tras de sí, antes de abandonar el local.

Era otoño. Fuera, en el estacionamiento de grava, refrescaba. Tres tráileres; ni uno más. Los búlgaros charlaban sentados en sucios taburetes de camping. La luna, joven a esa hora, apenas iluminaba; y, si lo hacía —al menos a ojos de Riley—, lo hacía de una manera pobre y extraña. Pasó junto a los búlgaros, cargando con el cuerpo de Verano. Se acercó a su destartalado Ford Orión, lo abrió, y sentó al fulano en el asiento del acompañante. Rodeó su coche, abrió su puerta y se sentó al volante. Intentó arrancar el motor. Los cilindros tosieron. Nada. Silencio. Probó una vez más. Arrancó. Miró al tipo, que dormía como un bebé. Meditó unos instantes. Tamborileó con los dedos en el volante. Apagó de nuevo el motor. Sacó las llaves, salió del coche y cerró las puertas.
—No te muevas. Ahora vuelvo.
Pasó de nuevo junto a los búlgaros. Llegó hasta la puerta del garito y volvió a entrar. Fuera reinaba el silencio.
Quince minutos, ni uno más.
Riley salió del bar. Renqueando, con el labio roto y una ligera cojera. Pasó por tercera vez desfilando frente a los búlgaros que rumiaron algo con una sonrisa. Lo dejó correr.
Montó en el coche. Arrancó a la primera. Salió del aparcamiento y cogió la vía de servicio. Verano Ugarte babeaba sobre el asiento. Buscó una salida a los eriales cercanos. De lo alto del primer cambio de sentido salía un camino. Aparcó bajo un chaparro, tiró del freno de mano y reclinó su asiento y se durmió.

Polvo seremos
cuando todo concluya.
Llorando las entrañas
en falsos caminos.
Bourbon,
carne de perro y agrio vino.
Delira, corre y ama,
que la savia fluya.

Esto recitaba Ugarte, levantando su mano en torno a una bola imaginaria, cuando Riley despertó. Se pasó la mano por la boca. Estaba limpia. La sangre del labio se había secado antes de que el alba los encontrara aquella mañana. Riley giró la rueda del respaldo y se incorporó. Verano le miró inquisitivo y preguntó:
—¿Qué te parece?
—¡Pche! Me gustan más los Rolling.
—La verdad, a mí también —dijo Verano Ugarte extendiendo la mano.
Riley se la estrechó.
—Riley.
Pensó que el hombre parecía acostumbrado a despertar en el coche de desconocidos. No le preguntó al respecto. Arrancó el vehículo tras tres intentos. Sacó el coche del camino y enfiló hacia la general.
—Por cierto. ¿Por qué te llevaste el maldito papagayo?
—Pensé que le gustaría conocer mundo.
—¿Y le gustó?
—Y yo qué sé. Es un pájaro.
Riley tuvo que darle la razón. Le contó el encargo de su mujer y llegaron a un acuerdo. El hombre volvería a su casa, para que Riley cobrara lo pactado. «Después —le dijo—, no prometo nada». «Lo que pase después —pensó Riley—, ya no es asunto mío».
Al parecer, el pájaro había pasado la noche en un motel poligonero, cerca de donde se encontraban. De soslayo, Riley observó al hombre que tanto kilómetro le había hecho recorrer. Mocasines gastados. Chinos descoloridos. Parecía un viejo buscador de tesoros que, tras muchos días de pateada por el desierto, solo traía de vuelta a casa un puñado de arena en los bolsillos, y el corazón cansado y el aliento rancio de los perdedores.
Aparcó en la entrada del motel. Un edificio moderno y acristalado. Prefabricado. Divididas sus dos alas por un cuerpo de hormigón. Tonos granates que dejaban poco espacio a la especulación. Amor por horas. Sexo extraño.
Esperó paciente la salida de Verano. Se arrellanó en el asiento. Sacó su teléfono móvil. Un Nokia antediluviano. Un par de llamadas perdidas aguardaban reparo. Mariano Gordon, uno de los socios del bufete, y Graciela, la mujer de Ugarte.
—Estoy con su marido —le dijo cuando descolgó el aparato—. Sí… Sí, también tengo el pájaro. A mediodía, guapa. ¡Ah! Y tenga preparado el dinero.
Colgó. Marcó el número de Gordon. «Estoy en una reunión —dijo el abogado—. Luego te llamo».
Riley encendió un cigarrillo. Fumó tranquilo mientras observaba un pichón muerto desparramado sobre el asfalto. Pensó en Lucía. Verano apareció bajo la escueta marquesina del motel. Sonó el teléfono.
—Diga.
—¡Hombre! —espetó Gordon—. ¿Sigues con lo de la loca del pájaro?
—Sí.
—Trátala bien, Riley. Esa zorra está loca, pero es buena clienta. En fin… ¿Cómo andas? Tengo un trabajillo para ti.
—Esta tarde nos vemos. Acaba de salir el marido.
—En la cafetería. Donde siempre. ¡Ah! Y ven presentable. Quiero que conozcas a alguien.
Verano Ugarte se montó en el coche y acomodó al papagayo en la parte de atrás. Riley miró por el retrovisor. El pájaro ladeó el cuello y le sostuvo la mirada. Y después, entre estertores de placer ficticio, exclamó:
¡Síííííí! ¡Más! ¡Más! ¡Síííííí! ¡Más! ¡Más!
—Es una larga historia —dijo Verano mientras Riley arrancaba el coche.
—Tenemos tiempo.
Riley enfiló por la nacional, dirección Madrid. Ugarte le contó que el papagayo había sido un regalo de bodas que los amigos les hicieron a Graciela y a él cuando se casaron. «Les debió parecer algo gracioso», dijo. De manera que pasó junto a ellos la noche de bodas y desde entonces aprendió el sonido de un orgasmo fingido. «A Graciela, por lo visto, le encantaba», dijo.
—Mmmm. Mujeres.
—¿Estás casado?
—Lo estuve.
—¿Y funcionó?
—Apenas lo que dura tallar un corazón en la madera.
Y, de aquella guisa, llegaron a Madrid: un fulano recitando poemas, un menda con el labio roto y un papagayo fingiendo orgasmos.
Cansados, sucios y ajados, como los personajes de un chiste sin gracia.

Como los últimos supervivientes del incendio de un circo.

Marto.