Cuando Riley
encontró a Verano Ugarte, este yacía desplomado sobre la mesa del fondo de un
garito infecto de las afueras de Madrid. Emitía leves ronquidos etílicos de
placer y abrazaba, con inconsciente fuerza, la penúltima botella de whisky.
De haber estado la
música un poco más baja, podría haberse escuchado el crujir de las maderas del
suelo, bajo el peso de sus botas, cuando Riley se aproximó a la barra. Se acodó
de espaldas entre una pareja de tortolitos y tres camioneros búlgaros. La
parejita feliz se profesaba arrumacos y promesas de amor aún por romper. Los
búlgaros, más prácticos, chapurreaban en español sobre el precio del gasóleo,
sobre fútbol y sobre las dudosas preferencias sexuales de una mujer llamada
Lulú.
Riley observó al
hombre llamado Verano. Rondaba los cincuenta. Un cigarrillo sin prender pendía
de sus labios, y subía y bajaba acompasando el ritmo de su respiración. Su
imberbe rostro, carente de arrugas, iluminado por la deficiente luz que a duras
penas se filtraba por los sucios cristales del local, parecía el de un hombre
decidido a no envejecer jamás. Se giró y se sentó a horcajadas en un taburete
cercano. Pidió una cerveza. El camarero, un tipo de cuarenta y tantos y cola de
caballo, gruñó algo entre dientes, dejó de frotar un vaso y se la sirvió. Riley
bebió con calma y pensó en el último mes y medio. Tal era el tiempo que había
invertido en pos de aquel fulano. Había transformando su vida durante aquellos
días en un ebrio carrusel de carreteras secundarias, burdeles y moteles de mala
muerte, a lo largo de la costa levantina, desde el cabo
de Gata hasta Reus y, desde allí, más de lo mismo, hasta donde la provincia de
Guadalajara perdía su largo nombre.
Cuando hubo
terminado la cerveza, Riley llamó al camarero y pidió otra. Este se acercó con
desgana y se la sirvió. Con la fría jarra en las manos se arrimó a Ugarte.
Buscó una silla y se sentó junto a él. Seguía durmiendo el sueño de los beodos.
No le importó. Riley también practicaba a menudo ese deporte. Además, eso
estaba haciendo precisamente el día en que Graciela, la mujer de Verano, le
llamó por teléfono:
Lavapiés. Un barrio de Madrid. Finales
de un seco y caluroso verano. Riley estaba sentado tras la mesa de su oficina.
Un cuchitril de paredes empapeladas y dudosa ventilación. El teléfono sonó.
Una, dos, tres, cuatro veces. Cuándo descolgó, la voz parecía salir de las
profundidades de una oscura caverna. Y en realidad, así era.
—Diga.
—Buenas tardes. ¿Señor
Riley?
—Sí, señora.
—Me llamo Graciela de
Castro. Le estoy llamando de parte de Gordon y Ferris. Del bufete. Me dieron su
número.
—¿Por qué?
Ella hizo una pausa.
Estaba acostumbrada a mandar. Estaba acostumbrada al enjuague meloso de los
cobardes. Era directiva de una importante multinacional de productos de
belleza. Poseía un buen montón de acciones de la misma. Nadie en su día a día
le hablaba de esa manera. Contó hasta diez.
—Quiero que encuentre
al cerdo de mi marido. Hablé con los abogados que llevan mi caso de separación.
—Gordon y Ferris.
—Sí, Gordon y Ferris.
Dijeron que usted es el hombre apropiado. Le pagaré bien, señor Riley. Puede
pedir referencias mías a los picapleitos, si no me cree.
—La creo.
—No esperaba menos de
usted. Y respecto a sus aptitudes para este trabajo…
—¿Con quién habló? —la interrumpió Riley.
—¿Cómo que con quién
hablé?
—Sí. ¿Con quién?
¿Gordon o Ferris?
—¿Acaso importa?
—No demasiado.
—Entonces, ¿por qué lo
pregunta? —Se extrañó Graciela.
—Hago preguntas. En
eso consiste mi trabajo. Pura curiosidad. Déjelo. En realidad no importa.
—¿Sabe? Es usted un
hombre extraño.
—¿Conoce usted a
muchos hombres?
De nuevo, silencio.
Riley aprovechó para encenderse un cigarrillo. Apoyó los pies sobre la mesa y
aguardó.
—Touchée —dijo ella
al fin, tras una larga pausa—. En lo que a usted
concierne, señor Riley, conozco lo suficiente a mi marido. Es una sanguijuela.
Una sanguijuela aspirante a poeta. Bebedor empedernido. No da más que
problemas.
—¿Qué clase de
problemas?
—Borracheras. Escándalo
público. Multas de tráfico…
—Entiendo —dijo Riley
expulsando una larga bocanada de humo.
—Me casé con un
idiota.
—Todos cometemos
errores, señora De Castro.
—Mi error, señor
Riley, es no haber hecho esto antes —se sinceró—.
Por suerte, no hemos tenido hijos. —Ahora parecía divagar. Hablaba casi para ella misma—.
Al principio, tenía cierta gracia ser yo la que llevaba el dinero a casa,
mientras él cocinaba y escribía poemas que,
quizás, algún día le harían famoso.
—Pero, por lo visto,
ese día no llegó.
—No. No llegó. Y el
bueno de mi marido ha buscado desde entonces la inspiración en el fondo de
cualquier botella que cayese en sus manos. En fin —dijo tras un largo suspiro
más de rabia que de resignación—… Quiero que lo encuentre y lo traiga de
vuelta; quiero divorciarme; quiero que firme los papeles; y quiero recuperar a Palique.
—¿Palique?
—Mi papagayo.
—Claro. Su papagayo.
Me parece bien.
—Fue un regalo de
bodas. No quiero perderlo. Me recuerda lo que he tenido que sufrir —dijo
Graciela.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué?
—¿Por qué le recuerda
lo que ha tenido que sufrir?
—Mi marido, señor
Riley, no es bueno ni en la cama.
—Nadie es perfecto.
—Ya. Bien. Palique, el muy canalla,
aprende todo lo que oye. No quiero contarle nada más. Cuando encuentre usted a
mi marido, pregúntele.
—Lo haré. Respecto al
trabajo, no acepto cheques. Cincuenta euros al día, más gastos. Los diez
primeros días por adelantado. Si el trabajo dura menos de diez días no le
devolveré el adelanto.
—Conforme, señor
Riley. Me parece justo. Máxime, teniendo en cuenta que me gasto más en
peluquería.
La música del
garito cesó cuando tres hombres entraron. Cuarentones, colas de caballo y un
par de guitarras eléctricas. Le dijeron a la parejita feliz que se diesen el
piro y a los búlgaros que se largasen con viento fresco.
Riley, de espaldas,
parecía sestear sobre la silla. Se acercaron a la mesa. Sin música de fondo se
pudo escuchar el crujir del entarimado y el chocar de las tachuelas. El más
alto de todos habló.
—Lárgate, amigo.
Riley continuó de
espaldas. Bebió un trago de su cerveza y encendió otro cigarrillo. Miró el
reloj. Eran las ocho de la tarde. Corrieron los segundos. Riley, distraído,
pasó las yemas de los dedos por la superficie de la mesa. Alguien había grabado
un corazón. Pensó que la marca en la madera duraría lo que durase la mesa.
Meditó el asunto.
—Parece que no oye
bien —dijo otro.
—Te digo que te
largues —repitió el alto.
Riley giró la
cabeza y los observó por encima del hombro. El camarero se acercaba. Vio las
guitarras. Se volvió y cogió de nuevo la jarra de cerveza. Y bebió.
—Mírame cuando te
hablo.
Riley apuró lo que
le quedaba de cerveza. Se levantó, y los encaró con una sonrisa. Aplastó los
restos del pitillo con la bota. Dejó un billete de cinco sobre la mesa. Cargó
el cuerpo enjuto de Ugarte al hombro, pasó en silencio entre los hombres y sus
guitarras, y se largó de allí.
—Cobarde.
—Maricón —le
dijeron las voces tras de sí, antes de abandonar el local.
Era otoño. Fuera,
en el estacionamiento de grava, refrescaba. Tres tráileres; ni uno más. Los búlgaros charlaban sentados en sucios taburetes
de camping.
La luna, joven a esa hora, apenas iluminaba; y, si lo hacía —al menos a ojos de
Riley—, lo hacía de una manera pobre y extraña. Pasó junto a los búlgaros,
cargando con el cuerpo de Verano. Se acercó a su destartalado Ford Orión, lo
abrió, y sentó al fulano en el asiento del acompañante. Rodeó su coche, abrió
su puerta y se sentó al volante. Intentó arrancar el motor. Los cilindros
tosieron. Nada. Silencio. Probó una vez más. Arrancó. Miró al tipo, que dormía
como un bebé. Meditó unos instantes. Tamborileó con los dedos en el volante.
Apagó de nuevo el motor. Sacó las llaves, salió del coche y cerró las puertas.
—No te muevas.
Ahora vuelvo.
Pasó de nuevo junto
a los búlgaros. Llegó hasta la puerta del garito y volvió a entrar. Fuera
reinaba el silencio.
Quince minutos, ni
uno más.
Riley salió del
bar. Renqueando, con el labio roto y una ligera cojera. Pasó por tercera vez
desfilando frente a los búlgaros que rumiaron algo con una sonrisa. Lo dejó
correr.
Montó en el coche.
Arrancó a la primera. Salió del aparcamiento y cogió la vía de servicio. Verano
Ugarte babeaba sobre el asiento. Buscó una salida a los eriales cercanos. De lo
alto del primer cambio de sentido salía un camino. Aparcó bajo un chaparro,
tiró del freno de mano y reclinó su asiento y se durmió.
Polvo seremos
cuando
todo concluya.
Llorando
las entrañas
en falsos
caminos.
Bourbon,
carne de
perro y agrio vino.
Delira,
corre y ama,
que la
savia fluya.
Esto recitaba
Ugarte, levantando su mano en torno a una bola imaginaria, cuando Riley
despertó. Se pasó la mano por la boca. Estaba limpia. La sangre del labio se
había secado antes de que el alba los encontrara aquella mañana. Riley giró la
rueda del respaldo y se incorporó. Verano le miró inquisitivo y preguntó:
—¿Qué te parece?
—¡Pche! Me gustan más los Rolling.
—La verdad, a mí
también —dijo Verano Ugarte extendiendo la mano.
Riley se la
estrechó.
—Riley.
Pensó que el hombre
parecía acostumbrado a despertar en el coche de desconocidos. No le preguntó al
respecto. Arrancó el vehículo tras tres intentos. Sacó el coche del camino y
enfiló hacia la general.
—Por cierto. ¿Por
qué te llevaste el maldito papagayo?
—Pensé que le
gustaría conocer mundo.
—¿Y le gustó?
—Y yo qué sé. Es un
pájaro.
Riley tuvo que
darle la razón. Le contó el encargo de su mujer y llegaron a un acuerdo. El
hombre volvería a su casa, para que Riley cobrara lo pactado. «Después —le
dijo—, no prometo nada». «Lo
que pase después —pensó Riley—, ya no es asunto mío».
Al parecer, el
pájaro había pasado la noche en un motel poligonero, cerca de donde se
encontraban. De soslayo, Riley observó al hombre que tanto kilómetro le había hecho recorrer. Mocasines gastados.
Chinos descoloridos. Parecía un viejo buscador de tesoros que, tras muchos días
de pateada por el desierto, solo traía de vuelta a casa un puñado de arena en
los bolsillos, y el corazón cansado y el aliento rancio de los perdedores.
Aparcó en la
entrada del motel. Un edificio moderno y acristalado. Prefabricado. Divididas
sus dos alas por un cuerpo de hormigón. Tonos granates que dejaban poco espacio
a la especulación. Amor por horas. Sexo extraño.
Esperó paciente la
salida de Verano. Se arrellanó en el asiento. Sacó su teléfono móvil. Un Nokia
antediluviano. Un par de llamadas perdidas aguardaban reparo. Mariano Gordon,
uno de los socios del bufete, y Graciela, la
mujer de Ugarte.
—Estoy con su
marido —le dijo cuando descolgó el aparato—. Sí… Sí,
también tengo el pájaro. A mediodía, guapa. ¡Ah! Y tenga preparado el dinero.
Colgó. Marcó el
número de Gordon. «Estoy en una reunión —dijo el abogado—. Luego te llamo».
Riley encendió un
cigarrillo. Fumó tranquilo mientras observaba un pichón muerto desparramado
sobre el asfalto. Pensó en Lucía. Verano apareció bajo la escueta marquesina
del motel. Sonó el teléfono.
—Diga.
—¡Hombre! —espetó Gordon—. ¿Sigues con lo de la loca del pájaro?
—Sí.
—Trátala bien,
Riley. Esa zorra está loca, pero es buena clienta. En fin… ¿Cómo andas? Tengo
un trabajillo para ti.
—Esta tarde nos
vemos. Acaba de salir el marido.
—En la cafetería.
Donde siempre. ¡Ah! Y ven presentable. Quiero que conozcas a alguien.
Verano Ugarte se
montó en el coche y acomodó al papagayo en la parte de atrás. Riley miró por el
retrovisor. El pájaro ladeó el cuello y le sostuvo la mirada. Y después, entre
estertores de placer ficticio, exclamó:
—¡Síííííí! ¡Más! ¡Más! ¡Síííííí! ¡Más! ¡Más!
—Es una larga
historia —dijo Verano mientras Riley arrancaba el coche.
—Tenemos tiempo.
Riley enfiló por la
nacional, dirección Madrid. Ugarte le contó que el papagayo había sido un
regalo de bodas que los amigos les hicieron a Graciela y a él cuando se
casaron. «Les debió parecer algo gracioso», dijo. De manera que
pasó junto a ellos la noche de bodas y desde entonces aprendió el sonido de un
orgasmo fingido. «A Graciela, por lo visto, le encantaba», dijo.
—Mmmm. Mujeres.
—¿Estás casado?
—Lo estuve.
—¿Y funcionó?
—Apenas lo que dura
tallar un corazón en la madera.
Y, de aquella
guisa, llegaron a Madrid: un fulano recitando poemas, un menda con el labio roto y un papagayo fingiendo orgasmos.
Cansados, sucios y
ajados, como los personajes de un chiste sin gracia.
Como los últimos
supervivientes del incendio de un circo.
Marto.