Conocí a un fulano. Paseaba solo por
el patio. Nadie se acercaba a él. Una vez me pidió un cigarrillo y yo se lo di.
Le pregunté que por qué estaba allí. «Maté a mi hijo», contestó tranquilo
mientras daba lumbre a la punta del pitillo. Recuerdo que la luz del mechero
iluminó sus ojos unos instantes. Estaban vacíos. Las pupilas, dilatadas como en
un silencioso grito de sorpresa, habían devorado toda la esclerótica. Ojos
negros. Ojos que sabían cosas. Cosas que era mejor no conocer. Recuerdo que
pegó una calada ansiosa y también recuerdo lo que dijo después a propósito de
su hijo: tenía un par de meses y no dejaba de llorar. «Pensé que a lo mejor
tenía frío», dijo. «No sabía qué hacer y le metí en el microondas».
No volví a hablar con aquel hombre y
no volví a preguntarle a nadie más el motivo de su estancia en la cárcel.
Quiero pensar que aquel fulano estaba loco. No lo sé, la verdad. Las demás
respuestas a ese tipo de actos me aterran aún más.
Marto Pariente.
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