lunes, 19 de octubre de 2015

Concatenado, el fluido de lo vital (Redención)

CONCATENADO, EL FLUIDO DE LO VITAL
Por MartoPariente


El objetivo…

            Hay un pájaro muerto en medio de la azotea. Lo observa mientra fuma.
De niño, cerca de los alcorques del patio de atrás donde nunca crecía nada, salvo las malas hierbas, aprendió a disparar. Las aves, en busca de agua y de calor y de tierras más prósperas, caían victimas de los plomillos sobre los terrones secos. Esos días, días en los que habría algo que llevarse a la boca, tal vez se librase del aliento ebrio de su padre y de los gritos y de aquella hebilla del cinturón con forma de herradura.
Se sacude los pensamientos y el polvo del terrazo y se incorpora.
Pega una última calada. Aplasta el cigarrillo y se agacha y lo recoge. Sus manos están enfundadas en guantes de cuero marrón y no las siente torpes ni insensibles. Son una segunda piel. Como la muda de una serpiente que debe cambiar cada cierto tiempo. Introduce los restos del pitillo en una bolsa de plástico y la guarda en su bolsillo.
            Se inclina sobre el visor. La imagen es nítida.
            El objetivo, un hombre en mangas de camisa, se asoma al balcón.
            Posa el dedo en el gatillo. Es una caricia.
            Es una promesa por cumplir.
            La vida y la muerte están a una pequeña presión de su dedo índice.
            Contiene la respiración, el pulso se ralentiza y la resistencia del muelle del gatillo cede unos milímetros.
            Así debe ser.

Las palomas…

            El niño lleva un chusco de pan duro en la mochila.
            La noche anterior su padre se lo dio. No siempre es así, a veces, su madre, porqué las madres saben, lo desmigaja y se lo echa en la sopa. Otras veces ni siquiera eso, pues no hay pan. El trabajo en la fábrica es duro. Quiere que coma.
           
¿Es para las palomas?, preguntó su padre.
            Sí, dijo el niño.
            ¿Se fían?
            No, todavía no.
            Insiste. Lo harán.
           
El niño asiente mientras cambia el peso de un pie a otro. Su padre le alarga el chusco y le dice que vaya a esconderlo. Sale corriendo mientras el hombre se termina los huevos, que parte en trozos sobre el plato desnudo, con un tenedor.
De cualquier manera, el niño lo considera un regalo, un tesoro que vale la pena ocultar. Sabe que si insiste, al final se ganará su confianza.
Ya las distingue sobre el empedrado, emplumadas de gris, otras de blanco; afanadas en su quehacer diario. Se acerca y se sienta con las piernas cruzadas acomodando su mochila entre ellas. Saca el chusco y lo rasca con las yemas de los dedos y tira las primeras migas. La distancia de seguridad ha descendido por debajo de los dos metros. Autocontrol. El niño no conoce la palabra, aun así lo aplica.
Los días que hay pan, claro.
El bólido…

Es lo que tiene la coca, el perico, la farlopa. Es una maldita montaña rusa.
Si llama, porqué llama.
Si no llama, porqué no llama.
Ha llamado y ahora se arrepiente. El centro de discusión son los gastos desorbitados y las noches fuera de casa.
Desvía la atención de la carretera y suelta el volante y el móvil. Se agacha a encender un pitillo y el descapotable pierde su trayectoria. Se incorpora y esquiva una destartalada furgoneta de reparto.
Hijo puta, masculla.
Agarra de nuevo el teléfono.
Sí, dice con mesura, sigo aquí. No, ya te dije que lo sentía. A ver, cuantas veces tengo que repetirte que…
No termina la frase, el auricular del móvil escupe un torrente de gritos. Pulsa el botón rojo y corta la llamada y lanza el teléfono fuera del coche.
Zorra de mierda, piensa.
Mueve el espejo retrovisor y se mira en él. Ojeras, sin afeitar, pupilas dilatadas. Hubo un antes, piensa. El ahora es una broma de mal gusto, un viejo chiste que ya nadie ríe. Sin embargo, con todos los dientes al desnudo y la boca seca y medio gramo de nieve de primera aún en el bolsillo, él se carcajea sin saber muy bien  porqué.
                                                                                                      
El niño…

            Lanza las migas de pan duro a menos de un metro. Se pregunta si hoy será el día. Unos centímetros y estarán al alcance de su mano. Sólo quiere tocarlas.
Nada más.
El niño se incorpora y se acuclilla y alarga su palma extendida.
Un poco, sólo un poco.
Se inclina hacía delante y trastabilla y las palomas echan a volar.

Tocata y fuga…

El dedo ejerce cada vez más presión.
Veredicto: muerte.
El muelle del gatillo libera toda su presión y el martillo, libre de su anclaje, golpea la aguja percutora. Ésta, debido al impacto se adelanta unos milímetros y se incrusta en el fulminante de la camisa metálica. Los gases, producidos por la detonación, empujan el proyectil que sale disparado, dejando una imperceptible estela de plomo, acero y pólvora.
El hombre en mangas de camisa, ajeno a todo esto, parece hablar con alguien en la habitación.
Tres plumas.
La paloma es abatida en pleno vuelo y desvía el proyectil.
El jarrón de la terraza estalla por el impacto,
No es fútbol americano pero lo parece. El hombre en mangas de camisa se agacha de manera instintiva y cuando se quiere dar cuenta, dos gorilas trajeados los placan sin miramientos y le hacen besar el suelo.
El tirador aprieta el gatillo tres veces más.
Nada.
Pliega el fusil y lo guarda en una bolsa de lona y se lanza escaleras abajo. Por las escaleras saca una pistola y comprueba el cargador y la recámara.
Putas palomas, piensa.

El impacto…

            Ha estado cerca, muy cerca.
            Casi consigue acariciar las palomas.
            Un ruido sordo le saca de sus pensamientos. Gira la cabeza y ve el cuerpo del ave estrellado sobre el asfalto. Se acerca y recoge el pequeño cadáver. Su cuerpo todavía está caliente. No sabe que ha ocurrido. No puede saberlo. Mira al cielo en busca de respuestas.
No las hay, claro.
Un chirrido de neumáticos le hace bajar la vista.
Un coche se acerca hacia él, a toda velocidad. Cierra los ojos y se gira tratando de evitar aquello que parece inevitable.

Protocolo de actuación…

Son cuatro los gorilas trajeados que protegen al hombre en mangas de camisa. No saben que el hombre al que intentan salvar la vida es un pedófilo. Un sádico. Un asesino de niños. Y si lo saben, no les importa.
Hacen su trabajo.
Coordinan la salida de la zona caliente. En unos segundos, un vehículo aparecerá y pondrán distancia entre el peligro y la persona a proteger.
Aguardan el momento.
Nadie habla tras la puerta de acceso al edificio.
Esperan la señal por radio.
De momento, estática en los auriculares.
Suena otro disparo amortiguado por el cristal y el hormigón. El hombre en mangas de camisa vuelve a ser derribado por dos de los guardaespaldas y acaba por segunda vez en el día con sus huesos en el suelo.
Los otros, no esperan al vehículo. Sacan sus armas y salen del edificio.
Izquierda y derecha.
A las tres y a las nueve.
Tal y como les han enseñado.

Lo que el ojo no ve…

Pisa el pedal del acelerador y el descapotable, lejos de encabritarse, sube de velocidad pegándose más al asfalto de manera suave, muy suave.
Saca la papelina del bolsillo y sin dejar de reír, suelta el volante, la desenvuelve y se agacha para poder esnifarla.
Levanta la cabeza y ve a un niño salido de la nada, en mitad del asfalto y con una paloma en brazos.
El niño se gira.
Volantazo.
Por qué poco, piensa, antes de precipitarse contra el portal de aquel viejo edificio.
El tirador sale de portal a tiempo de ser atropellado por un deportivo rojo.
Le joden los deportivos rojos.
El arma en sus manos se dispara y la bolsa de lona aterriza dentro del vehículo. Con las piernas rotas y un disparo en el costado y Dios sabe que más, yace despatarrado sobre el empedrado.
El niño echa a correr calle abajo y se pierde en la sombra de los soportales.
Tiene una historia que contar.
El conductor baja del descapotable a duras penas. Le tiemblan las piernas. Rodea el montón de chatarra y mira el cuerpo del tío que acaba de atropellar. A su lado hay una pistola. 
No sabe porqué lo hace, pero lo hace.
Quizás porque es un gilipollas.
Quizás por la coca.
El caso es que lo hace.
Se agacha y coge el arma y cuando quiere darse cuenta, una docena de disparos impactan en su cuerpo.
Ejecuta una danza extraña antes de reventar contra el asfalto.
Otro vehículo, esta vez un sedan oscuro con los cristales tintados, se detiene junto al portal. Meten al hombre en mangas de camisa de un empujón y desaparecen en cuestión de segundos.
Los dos gorilas, sin guardar sus armas, se acercan y comprueban el desaguisado.
El hombre abatido esta muerto.
Enfundan las pistolas. Uno de ellos enciende un pitillo.

Este otro vive, dice el del cigarrillo.
Pobre desgraciado.
Mala suerte.
Sí, mala suerte. Avisaré a una ambulancia.

El tirador yace en el suelo.

Antes de perder la conciencia mira el cielo. Una paloma atraviesa el espacio trazando una parábola que le obliga a torcer el cuello en un doloroso esfuerzo.

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