CONCATENADO,
EL FLUIDO DE LO VITAL
Por
MartoPariente
El objetivo…
Hay
un pájaro muerto en medio de la azotea. Lo observa mientra fuma.
De niño, cerca
de los alcorques del patio de atrás donde nunca crecía nada, salvo las malas
hierbas, aprendió a disparar. Las aves, en busca de agua y de calor y de
tierras más prósperas, caían victimas de los plomillos sobre los terrones
secos. Esos días, días en los que habría algo que llevarse a la boca, tal vez
se librase del aliento ebrio de su padre y de los gritos y de aquella hebilla
del cinturón con forma de herradura.
Se sacude los
pensamientos y el polvo del terrazo y se incorpora.
Pega una
última calada. Aplasta el cigarrillo y se agacha y lo recoge. Sus manos están
enfundadas en guantes de cuero marrón y no las siente torpes ni insensibles.
Son una segunda piel. Como la muda de una serpiente que debe cambiar cada
cierto tiempo. Introduce los restos del pitillo en una bolsa de plástico y la
guarda en su bolsillo.
Se
inclina sobre el visor. La imagen es nítida.
El
objetivo, un hombre en mangas de camisa, se asoma al balcón.
Posa
el dedo en el gatillo. Es una caricia.
Es
una promesa por cumplir.
La
vida y la muerte están a una pequeña presión de su dedo índice.
Contiene
la respiración, el pulso se ralentiza y la resistencia del muelle del gatillo
cede unos milímetros.
Así
debe ser.
Las palomas…
El
niño lleva un chusco de pan duro en la mochila.
La
noche anterior su padre se lo dio. No siempre es así, a veces, su madre, porqué
las madres saben, lo desmigaja y se lo echa en la sopa. Otras veces ni siquiera
eso, pues no hay pan. El trabajo en la fábrica es duro. Quiere que coma.
¿Es para las palomas?, preguntó
su padre.
Sí,
dijo el niño.
¿Se
fían?
No,
todavía no.
Insiste.
Lo harán.
El niño asiente mientras cambia
el peso de un pie a otro. Su padre le alarga el chusco y le dice que vaya a
esconderlo. Sale corriendo mientras el hombre se termina los huevos, que parte
en trozos sobre el plato desnudo, con un tenedor.
De cualquier
manera, el niño lo considera un regalo, un tesoro que vale la pena ocultar.
Sabe que si insiste, al final se ganará su confianza.
Ya las
distingue sobre el empedrado, emplumadas de gris, otras de blanco; afanadas en
su quehacer diario. Se acerca y se sienta con las piernas cruzadas acomodando
su mochila entre ellas. Saca el chusco y lo rasca con las yemas de los dedos y
tira las primeras migas. La distancia de seguridad ha descendido por debajo de
los dos metros. Autocontrol. El niño no conoce la palabra, aun así lo aplica.
Los días que
hay pan, claro.
El bólido…
Es lo que
tiene la coca, el perico, la farlopa. Es una maldita montaña rusa.
Si llama,
porqué llama.
Si no llama,
porqué no llama.
Ha llamado y
ahora se arrepiente. El centro de discusión son los gastos desorbitados y las
noches fuera de casa.
Desvía la
atención de la carretera y suelta el volante y el móvil. Se agacha a encender
un pitillo y el descapotable pierde su trayectoria. Se incorpora y esquiva una
destartalada furgoneta de reparto.
Hijo puta,
masculla.
Agarra de
nuevo el teléfono.
Sí, dice con
mesura, sigo aquí. No, ya te dije que lo sentía. A ver, cuantas veces tengo que
repetirte que…
No termina la
frase, el auricular del móvil escupe un torrente de gritos. Pulsa el botón rojo
y corta la llamada y lanza el teléfono fuera del coche.
Zorra de
mierda, piensa.
Mueve el
espejo retrovisor y se mira en él. Ojeras, sin afeitar, pupilas dilatadas. Hubo
un antes, piensa. El ahora es una broma de mal gusto, un viejo chiste que ya
nadie ríe. Sin embargo, con todos los dientes al desnudo y la boca seca y medio
gramo de nieve de primera aún en el bolsillo, él se carcajea sin saber muy
bien porqué.
El niño…
Lanza
las migas de pan duro a menos de un metro. Se pregunta si hoy será el día. Unos
centímetros y estarán al alcance de su mano. Sólo quiere tocarlas.
Nada más.
El niño se
incorpora y se acuclilla y alarga su palma extendida.
Un poco, sólo
un poco.
Se inclina
hacía delante y trastabilla y las palomas echan a volar.
Tocata y fuga…
El dedo ejerce
cada vez más presión.
Veredicto:
muerte.
El muelle del
gatillo libera toda su presión y el martillo, libre de su anclaje, golpea la
aguja percutora. Ésta, debido al impacto se adelanta unos milímetros y se
incrusta en el fulminante de la camisa metálica. Los gases, producidos por la
detonación, empujan el proyectil que sale disparado, dejando una imperceptible
estela de plomo, acero y pólvora.
El hombre en
mangas de camisa, ajeno a todo esto, parece hablar con alguien en la
habitación.
Tres plumas.
La paloma es
abatida en pleno vuelo y desvía el proyectil.
El jarrón de
la terraza estalla por el impacto,
No es fútbol
americano pero lo parece. El hombre en mangas de camisa se agacha de manera
instintiva y cuando se quiere dar cuenta, dos gorilas trajeados los placan sin
miramientos y le hacen besar el suelo.
El tirador
aprieta el gatillo tres veces más.
Nada.
Pliega el
fusil y lo guarda en una bolsa de lona y se lanza escaleras abajo. Por las
escaleras saca una pistola y comprueba el cargador y la recámara.
Putas palomas,
piensa.
El impacto…
Ha
estado cerca, muy cerca.
Casi
consigue acariciar las palomas.
Un
ruido sordo le saca de sus pensamientos. Gira la cabeza y ve el cuerpo del ave
estrellado sobre el asfalto. Se acerca y recoge el pequeño cadáver. Su cuerpo
todavía está caliente. No sabe que ha ocurrido. No puede saberlo. Mira al cielo
en busca de respuestas.
No las hay,
claro.
Un chirrido de
neumáticos le hace bajar la vista.
Un coche se
acerca hacia él, a toda velocidad. Cierra los ojos y se gira tratando de evitar
aquello que parece inevitable.
Protocolo de actuación…
Son cuatro los
gorilas trajeados que protegen al hombre en mangas de camisa. No saben que el
hombre al que intentan salvar la vida es un pedófilo. Un sádico. Un asesino de
niños. Y si lo saben, no les importa.
Hacen su
trabajo.
Coordinan la
salida de la zona caliente. En unos segundos, un vehículo aparecerá y pondrán
distancia entre el peligro y la persona a proteger.
Aguardan el
momento.
Nadie habla
tras la puerta de acceso al edificio.
Esperan la señal
por radio.
De momento,
estática en los auriculares.
Suena otro
disparo amortiguado por el cristal y el hormigón. El hombre en mangas de camisa
vuelve a ser derribado por dos de los guardaespaldas y acaba por segunda vez en
el día con sus huesos en el suelo.
Los otros, no
esperan al vehículo. Sacan sus armas y salen del edificio.
Izquierda y
derecha.
A las tres y a
las nueve.
Tal y como les
han enseñado.
Lo que el ojo no ve…
Pisa el pedal
del acelerador y el descapotable, lejos de encabritarse, sube de velocidad
pegándose más al asfalto de manera suave, muy suave.
Saca la
papelina del bolsillo y sin dejar de reír, suelta el volante, la desenvuelve y
se agacha para poder esnifarla.
Levanta la
cabeza y ve a un niño salido de la nada, en mitad del asfalto y con una paloma
en brazos.
El niño se
gira.
Volantazo.
Por qué poco,
piensa, antes de precipitarse contra el portal de aquel viejo edificio.
El tirador
sale de portal a tiempo de ser atropellado por un deportivo rojo.
Le joden los
deportivos rojos.
El arma en sus
manos se dispara y la bolsa de lona aterriza dentro del vehículo. Con las
piernas rotas y un disparo en el costado y Dios sabe que más, yace despatarrado
sobre el empedrado.
El niño echa a
correr calle abajo y se pierde en la sombra de los soportales.
Tiene una
historia que contar.
El conductor
baja del descapotable a duras penas. Le tiemblan las piernas. Rodea el montón
de chatarra y mira el cuerpo del tío que acaba de atropellar. A su lado hay una
pistola.
No sabe porqué
lo hace, pero lo hace.
Quizás porque
es un gilipollas.
Quizás por la
coca.
El caso es que
lo hace.
Se agacha y
coge el arma y cuando quiere darse cuenta, una docena de disparos impactan en
su cuerpo.
Ejecuta una
danza extraña antes de reventar contra el asfalto.
Otro vehículo,
esta vez un sedan oscuro con los cristales tintados, se detiene junto al
portal. Meten al hombre en mangas de camisa de un empujón y desaparecen en
cuestión de segundos.
Los dos
gorilas, sin guardar sus armas, se acercan y comprueban el desaguisado.
El hombre
abatido esta muerto.
Enfundan las
pistolas. Uno de ellos enciende un pitillo.
Este otro
vive, dice el del cigarrillo.
Pobre
desgraciado.
Mala suerte.
Sí, mala
suerte. Avisaré a una ambulancia.
El tirador
yace en el suelo.
Antes de
perder la conciencia mira el cielo. Una paloma atraviesa el espacio trazando
una parábola que le obliga a torcer el cuello en un doloroso esfuerzo.