lunes, 13 de julio de 2015

Y sin embargo, pisamos la misma tierra. (Redención)


Y sin embargo, pisamos la misma tierra…

 
Flota en el ambiente el olor a Napalm y fósforo blanco. El anciano, cerca del fuego y enfundado en su viejo manto, observa como los hombres, uno a uno, van llegando. Pronto la pequeña depresión es invadida por centenares de aquellos que, al regresar al hogar, han encontrado muerte y destrucción.

 
El hombre, agotado, se detiene ante el buzón. Palpa sus bolsillos y saca un manojo de llaves y coge la carta. Al subir la escalera se cruza con un vecino… no se saludan, apenas se miran. Entra en la casa pensando en sus cosas cuando le sorprende el aroma a guiso y durante apenas un segundo recuerda su niñez, la casa de sus padres. Es un fantasma difícil de atrapar.

 
El anciano habla y todos escuchan. El viento del desierto ahoga sus palabras pero no sus lágrimas. Un hombre grita y escupe su ira. Otros se unen a él, alzando varas quebradas. El anciano levanta un solo dedo de su mano encallada y los hombres del desierto guardan silencio a sabiendas que cuando el sol brilla, la tormenta repliega.

 
Un furtivo beso, eso es todo. La mujer observa al marido un instante con los “cómo, cuándo y porqués”, aún por responder. Da media vuelta y arrastra sus pies de vuelta a la cocina. El hombre se deja caer en el sofá. Los niños, egoístas como dioses antiguos, pasan de él. De dedos ligeros y ojos resecos, gritan y juegan absortos. La televisión hace el resto.

 
Dátiles y galletas de avena, eso es todo, y dan gracias, o lo intentan, o ninguna de las dos cosas. De cualquier manera, llevan la comida a la boca, absortos en sus pensamientos. La luna, indiferente a las cuestiones humanas, dibuja una sonrisa en el cielo estrellado.

 
El hombre enfundado en su bata se sienta a la mesa. La mujer sirve los platos y avisa a los chicos y dice, la cena se enfría, y lo dice sin mucha convicción pero lo dice. Piensa que así debe ser. Éstos no obedecen y el hombre, disfrazado de severidad, levanta la voz. No hacen caso alguno. El hombre comienza a cortar la carne. Muy sabrosa piensa, pero no lo dice.

 
La noche cae y todos duermen. El viento da un pequeño respiro  y enfría el ambiente mientras las raídas mantas, como vientres de madre, sirven de cobijo a los hombres cansados. No quedan tiendas ni chamizos, no queda poblado, no queda nada. Polvo y huesos, eso es todo. El viejo se mantiene en vela y reza por ellos, los desheredados. Mira el cielo. ¿Qué no hemos hecho bien?, se pregunta.

 
La mujer duerme en la cama. El calor acogedor del hogar se extingue poco a poco y el hombre medita unos instantes. Los niños, finalmente se negaron a cenar y tuvo que castigarlos. Su mujer se enfado con él, por su poca paciencia o por costumbre; ya todo es por costumbre. Al final del día, nubarrones. ¿Qué no hemos hecho bien?, se pregunta.


El día amanece y los hombres, todavía ateridos de frío, comienzan la pesada tarea de recoger piedras. Nadie habla.

 
La mañana es soleada y la familia, aún por desperezar desayuna en silencio en la cocina. Todavía se respira el ambiente enrarecido de la noche anterior. Nadie habla.

 
Amontonan las piedras y comienzan a cavar fosas. Cuando terminan, se dirigen al campamento y cada cual recoge los restos de sus seres queridos, casi todo mujeres y niños. Los entierran y bordean las tumbas con las piedra. En el centro, una de gran tamaño, honrando con ello a sus mujeres muertas.

Esto no puede seguir, piensa el viejo.

 
El hombre se sienta en su sofá y abre la carta que recogió del buzón la noche anterior y la lee atentamente. La factura del asilo donde está su padre. Ha vuelto a subir. Es un abuso, de seguir por este camino,  habrá que cambiar al abuelo de residencia. Se levanta indignado y enciende un cigarrillo.

Esto no puede seguir así, piensa el hombre.

 

FIN… Y FIN.
 
Marto Pariente.

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